martes, 11 de septiembre de 2012

Vivir Aprendiendo

A los 5 años, aprendí  que a los pececitos dorados no les gustaba la gelatina.
A los 9, aprendí que mi profesora solo me preguntaba cuando yo no sabía la respuesta.
A los 10, aprendí que era posible estar enamorado de cuatro chicas al mismo tiempo.
A los 12, aprendí que, si tenía problemas en la escuela, los tenía más grandes en casa.
A los 13, aprendí que, cuando mi cuarto quedaba del modo que yo quería, mi madre me mandaba a ordenarlo.
A los 15, aprendí que no debía descargar mis frustraciones en mi hermano menor, porque mi padre tenía frustraciones mayores y la mano más pesada.
A los 20, aprendí que los grandes problemas siempre empiezan pequeños.
A los 25, aprendí que nunca debía elogiar la comida de mi madre cuando estaba comiendo algo preparado por mi mujer.
A los 27, aprendí que el título obtenido no era la meta soñada.
A los 28, aprendí que se puede hacer, en un instante, algo que te va a hacer doler la cabeza la vida entera.
A los 30, aprendí que cuando mi mujer y yo teníamos una noche sin chicos, pasábamos la mayor parte del tiempo hablando de ellos.
A los 33, aprendí que a las mujeres les gusta recibir flores, especialmente sin ningún motivo.
A los 34, aprendí que no se cometen muchos errores con la boca cerrada.
A los 38, aprendí que, siempre me estoy viajando, quisiera estar en casa; y siempre que estoy en casa me gustaría viajando.
A los 39, aprendí que puedes saber que tu esposa te ama cuando quedan dos croquetas y elige la menor.
A los 42, aprendí que, si estás llevando una vida sin fracasos, no estas corriendo los suficientes riesgos.
A los 44, aprendí que puedes hacer a alguien disfrutar el día con solo enviarle una pequeña postal.
A los 47, aprendí que niños y abuelos son aliados naturales.
A los 55, aprendí que es absolutamente imposible tomar vacaciones sin engordar cinco kilos.
A los 63, aprendí que es razonable disfrutar del éxito, pero que no se debe confiar demasiado en el.  También a los 63, aprendí que no puedo cambiar lo que pasó, pero puedo dejarlo atrás.
A los 64, aprendí que la mayoría de las cosas por las cuales me he preocupado nunca suceden.
A los 67, aprendí que nunca se debe ir a la cama sin resolver una pelea.
A los 72, aprendí que, si las cosas van mal, yo no tengo por qué ir con ellas.
A los 76, aprendí que envejecer es importante.
A los 91, aprendí que amé menos de lo que hubiera debido.
A los 92, aprendí que todavía tengo mucho para aprender.

Siempre estamos aprendiendo algo nuevo, algo lindo, algo digno, como por ejemplo que la paz no se logra si realmente no se está dispuesto a perdonar por ella, entender cuál es la verdadera importancia de la familia, de la gente simple, de la vida misma. Que si bien todos tenemos distintas cualidades, capacidades y habilidades, sepamos valorar las que tenemos y podemos ofrecer a los demás y además enriquecernos, aceptar y disfrutar con las que otros no pueden brindar.  Saber aceptar nuestras limitaciones y no olvidarnos de nuestras metas, aunque muchas veces parezcan muy lejanas difíciles.  Encaminarse hacia ellas es el primer paso hacia algo que ni siquiera podemos imaginar.

Realmente no tiene mucha importancia hasta qué edad vivimos, lo importante es sentir que no lo hemos hecho en vano.